Hola a todos:
En esta entrada os dejo un relato muy breve que escribí en el 2004. Se encuentra publicado en un libro de relatos colectivo editado por Fuentetaja
Está dispuesto en la esencia de la cosas
que de cualquier resultado o éxito, sea cual fuere,
surgirá algo que hará necesaria una lucha mayor
Hojas de Hierba (Walt Whitman)
La primera suma
Siete. La respuesta es
siete. En aquel momento, sentado en la pequeña silla, tuve la sensación de que
había sido capaz de atravesar la barrera. No era capaz de intuir cuántas
debería sobrepasar aún pero la sensación en aquel entonces, mezcla de alivio y
orgullo, era absolutamente desconocida.
Por lo general no me costaba demasiado
esfuerzo comprender las explicaciones de
mi profesora. Pero aquello era distinto; hasta entonces los conocimientos se
dirigían hacia mí. Únicamente debía guardarlos en la memoria. A menudo incluso
me asombraban, pero todo era un proceso absolutamente pasivo en el que yo me consideraba
un simple espectador.
Sin embargo aquello no era
igual. Yo era capaz de contar, e incluso escribir en el cuaderno de cuadros,
una sucesión de cifras que se me antojaba interminable. Pacientemente encerraba
cada número en su casilla separado del siguiente por un pequeño guión. Ahora la
cosa se complicaba. Se trataba de sumar. Me dictaban dos cifras comprendidas
entre el uno y el nueve —hasta ahí no había nada de extraño — y yo debía
escribir el resultado de la suma. ¿A que
se referían con aquello de la suma?. Daban a entender que ese nuevo guarismo
debía “adivinarlo” y anotarlo en mi
cuaderno. Parecía fácil en principio, pues según se dijo, tan sólo consistía en
hallar un número que resultaba ser la unión de los dos anteriormente presentados bajo el “seudónimo” de sumandos.
Diligente pero desconfiado garabateé — aún no he mejorado en este aspecto — un
cuatro y un tres. ¡ Poseía pues mi primer resultado!. Levantándome del asiento
me dirigí hacia la mesa de la profesora con el cuaderno de aritmética entre las
manos. Ella lo tomó con cierto grado de expectación e inmediatamente, por la expresión de su
cara, pude deducir que la suma no era correcta.
— Cuatro
y tres no son cuarenta y tres. Siéntate y discurre —sentenció
a la vez que me devolvía el cuaderno mostrando un gesto mezcla de
decepción y ánimo.
Descorazonado realicé el
viaje de vuelta hasta el pupitre. Tomé asiento tratando de reponerme de la
desilusión recibida. Pensaba y cavilaba. La lógica me conducía continuamente al
mismo callejón sin salida. La palabra “discurre” rebotaba en mi cabeza. Yo no
entendía su significado pero la repetía como si se tratase de algo mágico capaz
de sacarme de aquel laberinto. Utilicé la goma de borrar con la esperanza de
que el espacio en blanco destinado al resultado me ofreciese una nueva
oportunidad. Aquello de sumar era más difícil de lo que parecía. Rascándome la
cabeza con el extremo del lapicero continué discurriendo. Fue la primera vez
que vislumbré la sensación producida por la desesperación y la amargura de la
soledad. Tratando de esquivarlas, eché un vistazo hacia el lugar donde suponía
encontrar a mis compañeros en idéntico trance. Con la cabeza baja casi pegada
al papel, la mayoría se hallaban inmersos en la solución de tan extravagante
ejercicio. Otros miraban a través del gran ventanal que daba al patio con la
esperanza— o eso creía yo— de que la
solución estuviera inscrita en el vaho que cubría los cristales. Solamente
Emilio, un crío espigado con el pelo rapado y grandes orejas, parecía tranquilo
y seguro.
— Emilio, ¿has
terminado?. —preguntó la maestra.
— Si señorita —contestó
poniéndose en pie.
— ¿Qué dos cifras debías
sumar?
— El dos y el siete.
— ¡A ver qué contestas!
—mascullé para mis adentros.
— Nueve —respondió él con
voz aflautada.
— ¡ Muy bien Emilio!. Ya
tienes tu primera operación aritmética. Si continuas así al final de la semana
conseguirás el premio al alumno más aplicado.
¡ Había
acertado!. Aquel niño que tan mal jugaba al fútbol ya sabía sumar.
Lo que no entendía yo era por qué por dar con
la solución debían operarle; pero eso ahora era lo de menos.
Continué pensando. Sí él lo
había logrado yo no podía fracasar.
—Tengo que encontrar cual
es la suma de cuatro y tres.
Añadí
docenas de veces el tres al precedente cuatro y el numero resultante no
variaba: cuarenta y tres. Aquello era imposible., quizás la maestra se
confundió y en vez de un tres vio un ocho. Pero no podía ser, el ocho es
cerrado y el tres es abierto. Escribí en mi cuaderno, de manera ordenada, los
números del uno al nueve. Allí estaban todos en fila india. Fijé la vista en el
cuatro y decidí avanzar a través de mi
lista numérica. Si daba un paso aparecía el cinco, si avanzaba dos veía el seis
y cuando lo hice por tercera vez comprendí lo que era sumar: Se trataba de
partir del primer número y avanzar en la cuenta tantas veces como indicaba el
segundo. ¡ Podía haberlo dicho antes!.
Henchido
de orgullo alcé mi mano derecha todo lo que pude con el fin de atraer la
atención de la maestra.
—¿Deseas
ir al baño Jorge? —me preguntó con cierto aire de fastidio.
—No —le
respondí rotundamente— ya tengo el resultado.
—A ver,
¿cuántas son cuatro más tres?
—Siete.
—¡Muy
bien!. ¿Y dos más tres?
—Cinco
—Contesté rápidamente.
—¿Ocho y
siete?
La cosa se complicaba pero no tardé más de
diez segundos en contestar.
—Quince.
—¡Perfecto!
—escuché a la maestra mientras acompañaba su voz con unas palmaditas de
aplauso.
Ahora estaba seguro de que
sabía sumar. A los demás compañeros —salvo a Emilio— todavía les costó un día o
dos comprenderlo.
Fueron momentos felices. En mi cuaderno se
amontonaban las sumas. Cada vez se componían de más sumandos, pero yo
continuaba discurriendo y ofrecía el
resultado correcto.
Al finalizar la semana
escolar —el sábado por la mañana — pude
escuchar como la maestra pronunciaba mi nombre al hacer entrega del premio al
alumno más aplicado. Fue el primero que recibí en mi vida, y quizás, el único
que me ha provocado auténtica felicidad.
Jorge Solera Marín.
Santa Úrsula a 16 de
septiembre de 2004.